Llovía en Budapest y mis zapatos no eran los adecuados. Digamos que me he empeñado en
vestirme aquí de una forma que jamás he hecho en Valencia. Si tuviera un psicoanalista le
preguntaría por qué en Budapest me pongo zapatos y camisas verdes incluso hasta dos días a
la semana. Si yo fuera mi psicoanalista y alguien me preguntara algo así aprovecharía para
pensar si yo hago cosas parecidas. Seguro que encontraría.
-¿Así que se viste usted de color verde? ¿Qué significa para usted el color verde?
Básicamente, la vida de un sujeto que se autopercibe como un heavy rockero es transmitir que
eres un tipo malo y rebelde. El verde precisamente no transmite esa idea. Así que supongo que
el usar ese color en Budapest implica renunciar a una parte de mí y buscar otra menos
beligerante.
Lo cierto es que con zapatos y camisa del color la esperanza, traje de pana marrón
(absolutamente innecesario en una ciudad que no es la tuya) y un suéter de lana por encima,
entro en la embajada para mandar una urgente carta al ministerio de cultura. Hoy es el último
día de plazo para subsanar los requisitos que faltan para ser admitido en una subvención como
escritor español para escribir en el extranjero. Y tras pelearlo bastante con la universidad de La
Habana, con una universidad de Suecia, finalmente elijo un centro de sexología en Bogotá que
ha aceptado mi propuesta de investigación enviándome la invitación oficial.
Al entrar por la puerta de la embajada y superar las barreras, accedo a un mostrador
acristalado donde me escucha un hombre que desaparece y vuelve a aparecer con una
mascarilla.
-¿Tenia usted cita previa?
-No. –pero antes de esperar a que me recite las normas, le digo que es urgente, que ayer me
contestaron y me avisaron de la urgencia de los tiempos. “No es culpa mía. Es de tus colegas
funcionarios, my friend” pienso.
A regañadientes me pide la documentación y me hace esperar unos minutos. El trámite no es
rápido y está lleno de pausas. Parece que esté él solo en toda la embajada. Desaparece y
aparece de vez en cuando en esa sala que permite ver el cristal. A la izquierda hay una puerta
misteriosa por la que uno se imagina “cosas de embajadores”. En una mente como la mía,
cosas relacionadas con fiestas eróticas. Y aunque me esfuerzo por imaginar otras cosas,
siempre acabo suponiendo que ahí se esconden grandes salones en cuyas mesas se realizan
distintos tipos de sexo oral.
Todas las embajadas están en el mismo barrio. Discurren por una gran avenida y un par de
calles adyancentes. Con lo que mi pervertida mente, crónicamente erotizada, como la fuerza
de obelix, imagina un grupo de whatsupp donde embajadores y embajadoras se citan cada día
en una sede para follarse secretarias, becarios, personal de limpieza y ministros nativos con su
personal diplomático.
-Por estas cosas me caes bien, Luis- me digo en silencio.
Así que me río de mí mismo al volver a mirar por esa ventanilla que permite vislumbrar la
puerta oscura del pecado.
Tras unos minutos, el mismo señor de pelo blanco, me llama por mi nombre para firmar unos
documentos.
-Ahora se envían por valija oficial y mi compañera saldrá darle una copia.
Dado que estamos en plena crecida de infectados covid, el hecho de que haya una pareja
esperando, me incita a esperar fuera de la sala. Hay una especie de patio interior comunicado
con la entrada del edificio. Espacio inspirador de más orgías entre la embajadas de Nigeria,
Rusia y la de Francia, con derramamientos de champaigne a pieles, pubis, piernas, genitales y
sobre todo, bocas abiertas mirando desde abajo y sonriendo al estamento diplomático por
algo de dinero, influencia o el placer de sentirse cosificado.
Miro el móvil y contesto a un match de tinder.
-¿Qué busco en tinder? -Me pregunta la chica a la cuarta pregunta.
-Busco grabar videos de sexo y poder ser un irresponsable afectivo-contesto en inglés-
La chica húngara parece estar escribiendo. No puedo evitar contestar cosas así cuando me
preguntan cosas tan predecibles. Y ya sé que no todo el mundo entiende mi humor. ¡Pero…
vale la pena! A mi me encantaría que una mujer me contestara algo así. Seria como un gran
síntoma de inteligencia de humor. Humor exagerado, provocativo y “extra large”.
En ese momento escucho.
–
-¿Luis?
-Si.
-Hola. Soy Alicia.
El primer impacto visual me obliga a autochequearme de forma inconsciente. ¿Estoy atractivo?
Se activa entonces la pulsión involuntaria de saber que estamos en una situación de seducción.
Yo lo llamo “sensor de mandanga”, pero llamémosle “sensor del amor”. Estar ante esa figura
femenina en mascarillada, con esos dos grandes ojos oscuros y esas gafas no muy alejadas de
las mías, me hacen consciente de que estoy ante una chica atractiva y alta y me recuerdan que
voy disfrazado de “no se sabe qué” verde. No es el aspecto que hubiera firmado para ligarme a
alguien en una embajada.
-Mira, aquí tienes una copia de esto, de esto y de esto…
-Estupendo. Magnífico. Muy bien -Voy contestando cada vez que ella me enseña cada uno de
los documentos enviados. Y acudiendo a la herramienta “el espectador de la película
subtitulada”, me doy cuenta de que está prolongando esta entrega de documentos. Nunca ha
sido una herramienta descriptiva sino orientativa. Así que, sin certezas, empiezo a pensar que
esta chica tiene interés en alargar la conversación. Y eso es buena señal. Quizá porque así
aprovecha para salir de esa puerta oscura, quizá porque quiere charlar con el chico escritor
español, o quizá porque ella es la que lleva el tema de las orgías del embajador español y está
chequeando a un posible nuevo elemento en ellas.
Su pelo rubio acaba en un flequillo cerca de su frente. Sin poder mirar explícitamente su
cuerpo, lo intuyo atractivo. Entonces se acerca ese momento en el que no hay nada que añadir
respecto a los documentos. Están en mi mano y cualquier demanda de más datos respecto al
tema sería forzar una situación hasta lo incómodo. Para todo hay unos tiempos.
-Pues gracias. Nunca había venido a la embajada. Yo es que vivo aquí desde hace cuatro años,
salvo en la pandemia, que me pilló en Valencia. -comento para meternos en el primer bloque
de conversación.
Hablamos de mi ciudad y de lo que tiene que ver con ella. Lo omitiremos por privacidad. Pero
con sagacidad ella retoma la pandemia para explicarme cómo la ha vivido aquí. E interpreto
que también está interesada en que sepa de su persona- Habla también de cómo son los
húngaros… Aprovechamos los dos para criticar algunas actitudes magiares que nos generan la
complicidad que necesitamos. Nosotros molamos. Los húngaros no molan. Y ese tipo de
códigos tan simples y tan eficaces cuando dos personas tienen la voluntad de encontrarse
vínculos. Entonces le cuento lo que implica el proyecto de libro y por qué puedo vivir aquí. Ella
aprueba mi situación con interés. Y en cuanto puedo, informo de lo soltero que estoy ahora.
Ella lo escucha en silencio. Le hablo de que Bogotá solo serían dos meses, no mucho más, para
eliminar posibles disonancias en el cable racional sobre poder imaginarse un posible frustrado
por mi viaje.
-¡Claro!- dice ella. ¡Qué interesante! –pronuncia mirando el techo para recordar que le han
contado de Bogotá. Entonces aprovecho ese instante para mirarle el cuerpo y comprobar que
es una estilizada mujer deportista, hoy con altas botas encima de unos leotardos oscuros.
Estos empiezan dentro de una falta apretada como un suéter de punto, generando una
curiosidad notable en mí respecto al tacto. ¡Ya decía yo que se me había encendido el sensor!
Además de ser una funcionaria del estado, con sus contactos y utilidades, parece una jovial
chica de trato encantador. Y no me andaré con sinónimos inncesarios: Está muy buena.
Tras escucharnos durante unos diez minutos lo que nos parecía Budapest, aparece el señor del
principio para interrumpirnos y decirle a ella que le ha llegado el documento de la embajadora
que estaba esperando. Es respondido con un “Gracias. Ahora voy”, que el señor aprovecha
para estirar al máximo su mirada a nuestra escena. Un segundo después cierra la puerta y
desaparece.
Entonces interpreto perfectamente este momento como el momento de la propuesta, que
tantas veces he dicho a mis alumnos y alumnas : “antes te cortas una mano que te despides sin
proponer algo”.
-Pues Alicia, yo no sé si por trabajar en la embajada hay que pedir un documento o una
instancia o algo para tomar un café contigo.
-No. No. apunta- dice con una sonrisa.
Saco mi teléfono y apunto uno a uno cada uno de los números y aprovecho para intentar
captar el máximo de su olor corporal. Siento un suave pero profundo olor que consigo
etiquetar como canelizado. Su piel parece tostada y evoca un dulce oscuro. Como el azúcar de
caña.
-Pues te escribo este martes?
-Mejor el miércoles.
-Perfecto. Así da gusto venir a la embajada.-contesto despidiéndome con la mano.
Encaminándome hacia la puerta me alegro entonces de haber venido.
Y separando la puerta de la cerradura, con medio cuerpo en la calle, me giro para poder
cerciorarme de cuanto me atrae su cuerpo y, es entonces, cuando corroboro que sus piernas y
su culo forman parte de una figura “ecodeportistas” firme y trabajada. Pero al subir hacia su
cara me topo con su mirada.
Que ambos nos hayamos girado para chequearnos y que ahora ya, nos concedamos
mutuamente esos segundos de reconocimiento me permite despedirme con más intención.
-Ciao, Alicia!.